1. UNA EXTRAÑA
COINCIDENCIA
Harry Mallard era un hombre
apacible, siempre sonriente y bien dispuesto. Aquel jueves, 26 de enero
de 1995, conversé con él por última vez. Harry falleció meses más tarde.
Y en aquella postrera y cálida conversación -cómo no- me las ingenié
para sacar a flote el viejo tema, casi nuestro tema. El inglés sonrió y,
con cierto cansancio en la mirada, anunció que estaba a punto de
abandonar sus investigaciones. Creí comprender. Mi cordial amigo llevaba
cuarenta y tres años con aquel asunto. Cuarenta y tres años para nada...
Me presentaron a
Harry en 1974. Desde entonces, a lo largo de veintiún años, tuve la
fortuna de escuchar su historia en repetidas oportunidades. Siempre fui
yo quien le salió al encuentro y quien preguntó por aquel singular
suceso en Sudáfrica. Y
Harry, paciente y entrañable,
repetía el relato y lo hacía de forma impecable, sin desviarse ni entrar
en contradicción. Y así, como digo, durante más de veinte años... En
otras palabras: no tengo la menor duda sobre la historia que me dispongo
a exponer y que vio la luz pública en 1979 (1). No es mi costumbre
repetir un mismo caso en dos libros diferentes. Si lo hago es por una
serie de razones que iré desgranando poco a poco y que, estoy seguro, el
lector sabrá comprender en su momento. Y
Harry Mallard, como
decía, volvió a contarme la vieja historia. La fecha exacta es el único
dato que permaneció oscuro en su memoria. Pudo ocurrir en el verano de
1951 o quizá en el otoño-invierno de 1952. En las últimas entrevistas,
Harry se inclinaba por la segunda.
Harry Mallard,
ingeniero inglés, protagonista del encuentro en Sudáfrica en 1952.
(Cortesía de Mercedes Ayala.)
«Fue en julio de ese año
[1952] -insistió- cuando empecé a trabajar
para la compañía Contactor, dedicada a la fabricación de instrumentos y
al servicio de la British Reostatic...
»En ese tiempo vivíamos en un lugar
llamado Paarl, a cosa de cuarenta kilómetros de Ciudad del Cabo. La
granja en cuestión, llamada "Lilly Fontein", se alzaba a poco más de
cinco kilómetros de Paarl y muy cerca de la carretera que conduce a la
montaña de Drakenstein...
»En aquel apartado lugar, y en aquel
tiempo, mi esposa tenía problemas a la hora de ir a la compra. Por allí
no circulaban autobuses y el único medio de transporte era mi coche.
Lamentablemente, yo lo utilizaba para ir y volver del
trabajo. Así que decidimos comprar un pequeño
automóvil francés, de segunda mano, ideal para los desplazamientos
cortos...
»Yo, entonces, tenía unos treinta y
dos años y, la verdad, no nos sobraba el dinero...
»La cuestión es que permanecí varios
días reparando y poniendo a punto el citado vehículo. La última jornada
trabajé en él hasta casi las once de la noche. Pero, cuando quise
arrancarlo, la batería no respondió. Probablemente se había descargado.
Me lavé las manos y opté por dejarlo para la mañana siguiente. Estaba
muy cansado. Y así lo hice. Me acosté e intenté conciliar el sueño. Fue
imposible. A los quince o veinte minutos, volví a levantarme. No podía
entenderlo. Y decidí probar fortuna con el coche de mi mujer. Lo
empujaría por el camino hasta la carretera. Si conseguía ponerlo en
marcha, lo conduciría hasta una meseta existente en la montaña. El viaje
representaba una hora, más o menos; tiempo más que sobrado para cargar
la batería.
»Dicho y hecho. Salté de la cama. Me
puse unos pantalones cortos y salí al exterior. La noche era espléndida,
con una hermosa luna. Empujé el automóvil y, efectivamente, arrancó...
Montaña de Klein
Drakenstein. La flecha señala la trayectoria de la carretera por la que
ascendió el ingeniero con su automóvil. (Foto: Cynthia
Hind.)
»Mi intención, como ya te he
comentado en otras ocasiones, era conducir hasta un paraje situado a
poco más de ochocientos metros de altitud, en las proximidades de Groote
Drakenstein [hoy, Du Toit's Kloof]. Necesité una media hora para
alcanzar la meseta ubicada en dicha montaña. La luna iluminaba el lugar
y el pico del Drakenstein proyectaba una larga sombra que ocultaba parte
de la meseta...
»Serían las 23.15, aproximadamente,
cuando procedí a dar la vuelta. La batería había respondido. Era el
momento de regresar a casa...
»Fue entonces cuando vi al hombre.
Salió de la zona oscura de la explanada y me hizo señas para que
detuviera el coche. Así lo hice, y le pregunté qué le ocurría. Se
aproximó a la ventanilla y exclamó:
»"¿Tiene agua?" Le contesté que no.
Entonces, aparentemente contrariado, replicó: "Necesitamos agua
urgentemente"...
»No sabía muy bien qué estaba
pasando, pero, al notar su contrariedad, comenté que, al otro lado del
sendero, había un arroyo. "Si quiere -le dije-, puedo llevarlo." ¿"Está
muy lejos?", preguntó. "Más o menos a quinientos metros. Es agua
procedente de la montaña, muy buena..."
»Bajamos al arroyo por el lado del
puente y procedimos a limpiar la lata. Estaba sucia, con restos de
aceite. Nos turnamos, empleando puñados de grava y arena. Una vez
concluida la operación de limpieza, llenamos la lata y regresamos al
automóvil...
»El hombre, entonces, me indicó que
lo dejara donde lo había encontrado. Así lo hice. Y al llegar a la
meseta señaló un lugar en la sombra: "Allí, por favor." Era la zona más
oscura. Insistió con la mano, marcando un punto. Fue entonces cuando lo
vi por primera vez...
Explanada en la que se hallaba posado el ovni. (Foto: Cynthia
Hind.)
«Al pie de la
montaña, en la zona de sombra, se hallaba posado un objeto. El hombre me
invitó a seguirlo.» (Dibujo: F. Ghot.)
»Era un aparato -lo que hoy llaman
un ovni- posado en el suelo. Me encontraba a unos cien metros de la
carretera. Recuerdo que dudé, y el hombre me animó a continuar. Llegamos
a quince o veinte metros del objeto. Era grande. Calculo que de unos
diez o quince metros de diámetro y otros cuatro de altura. Se veía luz
por la parte inferior. El hombre salió del coche y yo, algo temeroso,
hice lo mismo...
»No podía comprender. Yo no creía en
esas cosas. El hombre, entonces, caminó hacia el ovni y, con un gesto
amistoso, me animó a que lo siguiera. Yo estaba muy impresionado.
Insistió y fui tras él. Subimos por una escalerilla y fuimos a parar a
una especie de sala circular. Allí había luz, mucha luz, aunque no sé
dónde estaban las bombillas. Parecía salir de las paredes...
»Era un lugar con un banco o asiento
corrido bajo unos grandes ventanales. Sobre dicho banco aparecía un
hombre tumbado. Frente a él, observándolo, descubrí a otros tres
individuos. Recuerdo que, poco antes, le había preguntado para qué
necesitaba el agua. El hombre habló de un pequeño accidente. Uno de su
gente -dijo- se hallaba herido. Por eso necesitaba el agua...
Interior de la
nave, dibujado por el ingeniero.
«La nave era
sustentada por un tren de aterrizaje que se acoplaba en el interior de
la base.» (Dibujo: Harry Mallard.)
»El hombre me pidió que esperase.
Entonces se aproximó al grupo, dejó la lata y regresó en cuestión de
segundos. Siempre permaneció entre sus compañeros y mi persona. Estaba
claro que no quería que me acercara al herido...
»El suelo era metálico y muy duro,
con pequeños nódulos que formaban un patrón. Había que tener cuidado
porque resbalaba...
»El hombre, entonces, preguntó si
tenía interés por conocer alguna otra cosa. Le dije que sí. Como
ingeniero, sentía curiosidad por saber cómo funcionaba aquella nave,
porque de eso se trataba...
»Me llevó al centro de la sala y me
mostró unas palancas, parecidas a las que se utilizaban en las antiguas
cabinas o cajas de señales de los ferrocarriles. Me recordaron
igualmente los viejos frenos de mano de los automóviles. Nacían del
suelo. Formaban dos hileras, con un total de ocho palancas de un metro
de altura. Por detrás había una especie de mesa...
»Con eso -según él-, manejaban el
objeto. Pregunté por los motores pero, sonriendo, dijo que no había. La
nave funcionaba con otro sistema...
»Me mostró las ventanas y los
asientos. Parecían asientos dobles, de un material similar al cuero,
aunque no podría asegurarlo. Al preguntarle de dónde venían, el
individuo señaló las estrellas que se veían por las ventanas y exclamó:
"De allí." No pude sacarle ni una sola palabra más sobre dicho asunto y
cambió de tema...
»Yo deseaba saber más cosas sobre el
funcionamiento del aparato y los sistemas de navegación y él fue
respondiendo a mis preguntas. Dijo que utilizaban un procedimiento que
vencía la gravedad. Para ello empleaban un fluido (?) muy pesado que
circulaba por el interior de un tubo y creaba un efecto
electromagnético. Pensé en el mercurio. Esa especie de "imán líquido"
vencía la gravedad y les permitía aterrizar y despegar, aunque nunca
verticalmente. Todo lo controlaban con las palancas que me había
mostrado. Y se extrañó de que nosotros, los humanos, no conociéramos
este sistema. Insistí sobre el particular. Aquello me pareció muy
interesante. Creí entender que dicho fluido, al circular por el interior
del tubo, provocaba el mismo efecto que la electricidad en un cable. Y
aquel hombre afirmó que la fuerza de la gravedad era anulada o
controlada (?) cuando el citado fluido alcanzaba la velocidad de la
luz...
»Hablamos de giroscopios. "Más allá
de cierto número de revoluciones -manifestó-, existe el control de la
gravedad." Después volvió a dejarme perplejo cuando aseguró que aquel
aparato no era controlado con sistemas de navegación. Lo hacían -dijo- a
ojo, al igual que un automóvil o un barco en la mar...
»Yo seguía observando al individuo
herido (?) y pregunté por segunda vez si precisaban los servicios de un
médico. El hombre fue rotundo, una vez más: "Nada de médicos"...
»Minutos más tarde, muy amablemente,
me condujo hasta la salida, dándome a entender que la reunión había
terminado. Me despedí y descendí por la escalerilla. Entré en el coche y
me alejé hacia mi casa. Estaba desconcertado...
»Esa misma noche se lo comenté a mi
mujer, pero su respuesta me obligó al silencio: "Has estado soñando,
duérmete." ¿Había sido un sueño? Mi agitación era tal que no pude
dormir. A la mañana siguiente, al dirigirme al trabajo, observé que
faltaba la lata...
»Cometí el error de comentarIo en la
oficina. Nadie me creyó. Finalmente me llamó el gerente y me obligó a
guardar silencio, asegurando que "sólo había sido un sueño". ¿Un sueño?
¿Cómo era posible que lo recordara con tanta nitidez?...
»Regresé al lugar donde se había
posado el ovni y descubrí cuatro huellas. No tuve duda: la experiencia
había sido real. Aquellas marcas en la tierra fueron provocadas por las
patas o el tren de aterrizaje que yo había visto. Eran unos soportes
metálicos, parecidos al aluminio y de un color gris plata. En la base de
la nave se veían unas ranuras oscuras, en forma de "H" y con los lados curvados. Allí entraban las patas cuando
éstas eran recogidas...
»Años después, una
vez en España, me llevé una gran sorpresa al ver la portada de un libro
en el que aparecía un ovni con una "H" en la panza,
exactamente igual a la que yo había visitado en Sudáfrica. ¿Cómo era
posible? Aquello me convenció definitivamente. Lo ocurrido en 1952 había
sido real...
Portada del libro
que desconcertó al ingeniero inglés Harry Mallard. El símbolo que
aparece en la base del ovni era el mismo que el observado en Sudáfrica
en 1952.
»En cuanto a los hombres que vi en
el interior de la nave, poco más puedo añadir. Todos tenían la misma
altura: alrededor de 1,50 o 1,60 metros; es decir, algo más bajos de lo
habitual. Los rasgos eran normales. No hubo nada que me llamara la
atención, excepción hecha del pelo, que era idéntico en los cinco.
Tenían un color "ratón". El único que habló conmigo parecía el más
viejo. Era algo más corpulento que el resto. Vestían una bata de color
beige, tipo laboratorio. Nunca podré olvidar aquellos cuarenta y cinco
minutos...»
He querido iniciar este nuevo libro
con la experiencia vivida por Harry Mallard porque entiendo que fue él,
justamente, quien me alertó sobre algo que ha pasado casi desapercibido
para buena parte de los investigadores del fenómeno de los «no
identificados», entre los que me incluyo, naturalmente. Allá por el año
1974, el ingeniero inglés, al referir el singular encuentro en
Sudáfrica, insistió en la extraña casualidad de la «H» en la panza de la
nave. Él lo vio en 1952 y, posteriormente, en 1967, una serie de
testigos aseguró haber visto algo idéntico en las proximidades de
Madrid. Harry, entonces, como digo, me advirtió sobre la singular
coincidencia. ¿Se trataba de la misma nave? (2) Y aquel aviso quedó en mi memoria. Durante años, sin
embargo, sólo fue un recuerdo. Algo vivo y latente, sí, pero agazapado,
como a la espera de no se sabe qué. Hoy creo entender el significado de
esa larga espera...
Pero vayamos paso a paso. Mi amigo,
el ingeniero en instrumentación, siguió su vida. Jamás, que yo sepa,
volvió a vivir nada semejante. La experiencia, no obstante, lo marcó de
forma tan profunda que, casi desde aquel inolvidable 1952, dedicó buena
parte de su tiempo libre a tratar de reconstruir el sistema de
propulsión del que le había hablado el «hombre de la montaña». Sus
investigaciones, consultas, ensayos y vuelta a empezar empeñaron
cuarenta y tres años. Lo vi trabajar con toda suerte de hipótesis, y
llegó a intercambiar sus ideas con eminentes científicos y especialistas
en magnetismo. En 1990, una noticia procedente de Japón lo llenó de
esperanza. En enero de ese año, los doctores Hayaska y Takeuchi
anunciaron que se hallaban experimentando con giroscopios antigravedad.
Según los científicos nipones, al hacer girar el giroscopio, éste se
volvía más ligero conforme se incrementaba la velocidad de giro. La
fuerza de la gravedad, en suma, quedaba anulada, tal y como le había
anunciado el «extranjero» en Sudáfrica. Al poco, sin embargo, los
científicos occidentales rechazaban el hallazgo, argumentando que, de
ser cierto, invalidaría la primera ley de Newton. En 1995, cuando lo
visité por última vez, Harry me confesó que estaba cansado. Quería
olvidar aquel asunto. Y así sucedió. Mi amigo Harry Mallard murió el 27
de octubre de 1996. Hoy, una vez fallecido, me siento liberado de la
promesa que le hice: no revelar su identidad mientras él permaneciera
con vida. Y con su desaparición empezaron a suceder cosas extrañas ...
Pero, antes de proceder al relato de algunos de esos hechos, bueno será
que haga un breve paréntesis, refrescando la memoria del lector o,
sencillamente, ofreciéndole unas líneas sobre un asunto que quizá ignore
y que constituye una de las claves del presente trabajo. Las nuevas
generaciones, en efecto, no tienen por qué estar al corriente del
llamado asunto «Ummo», algo que saltó a la actualidad en los años
sesenta. Pues bien, en beneficio, como digo, de los más jóvenes,
permítanme que recuerde ahora algunos de los rasgos más sobresalientes
(siempre desde mi punto de vista, claro está) de aquella desconcertante
historia.
Durante años, el
ingeniero inglés trató de interesar a los científicos en el
revolucionario sistema de propulsión. Muy pocos lo
escucharon.
Corría el año 1966. De pronto,
primeramente en Madrid, aparecieron unos escritos mecanografiados,
recibidos por correo por un reducido grupo de personas. Los firmantes de
tales documentos decían ser extraterrestres y proceder de un planeta
llamado «Ummo». Eran escritos aparentemente científicos en los que,
entre otras cuestiones, se describía la vida en dicho mundo, así como el
pensamiento de la referida y supuesta raza. En total, casi ciento
ochenta documentos, con algo más de mil quinientas páginas. Un material
que traspasó las fronteras españolas y que, como era de esperar, se vio
sometido a intensas polémicas. Uno de los receptores de estas cartas fue
Fernando Sesma, fallecido en 1982. En uno de los escritos, recibido en
mayo de 1967, los «urnmitas» le anunciaban la llegada a la Tierra de
varias de sus naves. Sesma lo hizo público el 20 de mayo en el diario
Información
de Alicante. A los
pocos días, otros tres ciudadanos españoles recibían sendas misivas con
un contenido similar: la aproximación de tres objetos a determinadas
regiones de Bolivia, España y Brasil, respectivamente.
La lectura del «anuncio» se llevó a
cabo en Madrid, a las 22 horas del 30 de mayo de 1967 ante una treintena
de testigos. Entre otras noticias, los «ummitas» especificaban los
puntos aproximados en los que se registrarían las apariciones de dichas
naves. Ese texto rezaba así:
BOLIVIA
ZONA DE ORURO. El descenso se
verificará en un punto ubicado dentro del área circular que, teniendo
como centro la ciudad de Oruro, su radio sea de unos 208 kilómetros con
un margen de error en esta última medida de más menos cuatro kilómetros.
ESPAÑA
ZONA DE MADRID. El descenso está
previsto en el seno de una área circular que tiene por centro las
siguientes coordenadas:
Longitud:
3° 45'
20,6" W. Latitud: 40°
28' 2,2" N.
Y un
radio de 46
kilómetros con
margen de error de 1,6 km.
BRASIL
ZONA DE
RÍO GRANDE
DO SUL. Cercanías de Santo Angelo. El elevado margen de error
nos impide mayor especificación.
Estas previsiones se realizaron con fecha
27 de mayo...
Una vez leído el comunicado,
la treintena de testigos estampó las correspondientes firmas al dorso de
una de las páginas, dando fe de la información que acababan de
recibir.
Firmas de los
testigos del célebre anuncio de la llegada de naves «ummitas» (30 de
mayo de 1967). (Archivo de Rafael Farriols.)
Dos días después, al atardecer del 1
de junio, un objeto volante no identificado fue observado en las
proximidades de Madrid. Los informantes aseguraron que lucía una especie
de «H» en la panza. El 2 de junio, el rotativo Informaciones publicaba las fotografías de un ovni
sobre San José de Valderas (Madrid). Se trataba de la misma imagen que
identificaría Harry Mallard años después, al tropezar casualmente (?)
con el mencionado libro de Ribera y Farriols.
Diario
Informaciones (Madrid), viernes, 2 de junio de
1967,
El trasiego de los «informes
"ummitas".» se prolongaría durante veintisiete años. En 1993, uno de los
firmantes de la célebre carta del 30 de mayo de 1967 se proclamaba autor
de la totalidad de los escritos, así como de las fotos del no menos
famoso ovni de San José de Valderas. José Luis Jordán Peña afirmaba
públicamente que todo había obedecido a un experimento. Todo -decía- era
falso: las misivas, los contenidos, el sello «ummita» que acompañaba
cada envío y, por supuesto, los testimonios y las imágenes del múltiple
avistamiento de Valderas. A partir de esos momentos, como era de
esperar, volvió a encenderse la polémica. Los detractores del fenómeno
ovni -icómo no!- aprovecharon la circunstancia, vomitando toda suerte de
improperios contra los incautos que -según ellos- se dejaron engañar.
«Ummo» -escribieron por activa y por pasiva- era sólo humo. Personalmente, como a otros
investigadores que hemos invertido mucho tiempo y dinero en el estudio
de «Ummo», las declaraciones de Jordán Peña me llenaron de escepticismo.
Sabíamos que parte de los informes podía ser un fraude, y sabíamos
igualmente que el complejo tema «ummita» nunca había sido investigado en
profundidad y con el necesario rigor, al menos por los que lo
ridiculizaban. Fue entonces, a partir de 1993, cuando reabrí las
pesquisas que había desplegado durante veinte años y que, prácticamente,
jamás publiqué. Veinte años de viajes, interrogatorios y comprobaciones
que demostraban algo que no coincidía con las manifestaciones del señor
Peña: el caso «Ummo» no era tan simple como se decía. Había falsedades,
sí, pero también aspectos muy extraños...
Una de las
fotografías tomada en San José de Valderas (Madrid).
Y durante un tiempo, la
sugerencia de Harry Mallard reapareció con fuerza en mi memoria: aquella
«H» en la base del ovni observado en Sudáfrica y el mismo símbolo en la
nave vista en Madrid no podía ser una simple casualidad. Hace mucho que
no creo en la casualidad...